Es incomprensible como dentro de una ciudad grande y ruidosa pueden encontrarse pequeños lugares especiales en los que se puede leer bien. El lugar favorito de Ámbar es aquella banca junto a la biblioteca dentro del parque donde juegan los niños. A las seis de la tarde, cuando comienza a meterse el sol, el aire adquiere una consistencia diferente y huele a miel. Las sombras se alargan infinitamente y los colores juegan entre si y empiezan a mimetizarse. Para ella todo es mas bonito.
Llevaba colgado del cuello, prendido de una cadena, un tubito con su olor favorito…durazno. Le despertaba tantas cosas. Bien sabido es que los aromas están profundamente relacionados con los sentimientos y con los recuerdos. Cada vez que Ámbar veía algo bonito destapaba el tubo y se llenaba del aroma. Por eso ahora todo lo bonito lo relacionaba con el durazno. Después de varios ensayos el poder del aroma era tan fuerte, que cuando estaba triste bastaba con destapar el tubito para sentirse mejor. Había llegado a crear una dependencia hacia aquel aroma, al principio, cuando salía sin el tubo al cuello la dominaba la ansiedad. Conforme fue pasando el tiempo, se hizo tan grande su adicción que ya no podía estar sin su amuleto. Jamás se lo quitaba, más que para bañarse. Y no era ese tipo de adicciones compulsivas, no es que estuviera aspirando del tubo una y otra vez, como un cocainómano. No liberaba el aroma todos los días, era algo sagrado, algo muy valioso que solo podía disfrutarse en ocasiones especiales. Pero necesitaba tenerlo cerca de ella para sentirse segura.
Fue así como una tarde de Marzo se encontró a un hombre de cabello rizado. Ella estaba sentada en su banca, leyendo. Tenía el tubodurazno entre los dedos y jugueteaba con el, plenamente concentrada en las letras frente a su mirada: ”…es tu voz la que hace que las piedras encantadas de la ciudad se alcen delirantemente hacia el azul…” Le gustaba mucho como sonaba aquello, Mientras destapaba el tubo para liberar el durazno levantó la mirada delirantemente hacia el azul cuando se topó con aquellos ojillos despiertos. Y se quedó prensada. El azul quedó en el olvido. Todo eran aquellos pequeños ojos café. El durazno se le resbaló de entre los dedos. Y se quedó penduleando debajo de su cuello desnudo, marcando cada segundo y derramándose en su pecho, y Ámbar conteniendo la respiración observaba aquellos ojos con su mirada de código de barras. Curiosamente eran las seis de la tarde, la luz era anaranjada y olía a miel. Bueno, no solo a miel, ahora también olía a durazno. Pero los ojos de Ámbar se íban poniendo cada vez más grandes. El hombre miró el reloj, dio la media vuelta y se fue. Ámbar trastornada, salió del sopor, cerro los ojos y aspiró fuertemente, se dio cuenta del olor a durazno, miró preocupada la cadena que le colgaba del cuello y se encontró con el tubo vació. No le tomó importancia, no sintió ninguna angustia ni ansiedad, solo podía pensar en aquellos ojos, cerro el libro y caminó hacia su casa.
Mis ojos cansados de mirar hacia adentro buscan una salida en códigos indestructibles pero a la vez tan etéreos.
Tengo miedo
la tarde es gris
y la tristeza del cielo se abre
como una boca de muerto